martes, diciembre 11, 2007

Caso



A un cruzado caballero,
garrido y noble garzón,
en el palenque guerrero
le clavaron un acero
tan cerca del corazón,

que el físico al contemplarle,
tras verle y examinarle,
dijo: «Quedará sin vida
si se pretende sacarle
el venablo de la herida».

Por el dolor congojado,
triste, débil, desangrado,
después que tanto sufrió,
con el acero clavado
el caballero murió.

Pues el físico decía
que, en dicho caso, quien
una herida tal tenía,
con el venablo moría,
sin el venablo también.

¿No comprendes, Asunción,
la historia que te he contado,
la del garrido garzón
con el acero clavado
muy cerca del corazón?

Pues el caso es verdadero;
yo soy el herido, ingrata,
y tu amor es el acero:
¡si me lo quitas, me muero;
si me lo dejas, me mata!

Rubén Darío

domingo, octubre 07, 2007

Siempre



Antes de mí
no tengo celos.

Ven con un hombre
a la espalda,
ven con cien hombres en tu cabellera,
ven con mil hombres entre tu pecho y tus pies,
ven como un río
lleno de ahogados
que encuentra el mar furioso,
la espuma eterna, el tiempo!

Tráelos todos
adonde yo te espero:
siempre estaremos solos,
siempre estaremos tú y yo
solos sobre la tierra,
para comenzar la vida!

Pablo Neruda
("Los Versos del Capitán" - 1952)

miércoles, septiembre 12, 2007

Pronunciando tu nombre te poseo



"no ganas nada con huir de mí
porque como dice el título de este poema
pronunciando tu nombre te poseo".

Nicanor Parra.
("Hojas de parra" - 1985)

domingo, septiembre 09, 2007

Crímenes


Ella se acuesta con dos hombres. Ella antes se ha acostado con otros hombres y ahora se acuesta con dos hombres. Ésa es la realidad. Ninguno de los dos hombres lo sabe. Uno de ellos dice que está enamorado de ella. El otro no dice nada. Lo que ellos digan al respecto a ella no le importa gran cosa. Declaraciones de amor, declaraciones de odio. Palabras. La realidad es que ella se acuesta con dos hombres.

Ahora está sentada en un bar cercano a la redacción y tiene un libro abierto, pero no puede leer. Lo intenta, pero no puede. Su mirada se distrae con lo que pasa al otro lado de los ventanales, aunque no está mirando nada en especial. Cierra el libro y se levanta. El hombre que está detrás de la barra la ve venir y le sonríe. Ella le pregunta cuánto le debe. El hombre de la barra dice una cifra. Ella abre la cartera y le tiende un billete. ¿Cómo va la vida?, dice el hombre. Ella lo mira a los ojos y dice: así, así. El hombre le pregunta si quiere algo más. Invita la casa. Ella mueve la cabeza, negativo, no quiero nada, gracias. Durante un rato se queda a la espera de algo. El hombre la mira con interés. Ella murmura una frase de despedida apenas audible y sale del bar.

Sin apresurarse regresa a la redacción. Mientras espera el ascensor encuentra a un hombre joven, de unos veinticinco años, vestido con un terno viejo y una corbata con un diseño que despierta su interés: sobre un fondo verde acuático una cara cerúlea y repetida se contrae en un gesto de sorpresa. Junto al joven, en el suelo, hay una maleta de grandes proporciones. Se saludan. El ascensor abre sus puertas y ambos suben. El hombre joven, tras observarla, le dice que vende calcetines, que si le interesa le puede hacer un buen precio. Ella dice que no le interesa y luego piensa que es raro encontrar a un vendedor de calcetines en el edificio y para colmo a una hora en que la mayoría de las oficinas están cerradas. El vendedor de calcetines es el primero en bajar. Lo hace en el tercer piso, en donde hay un taller de arquitectura y una oficina de abogados. Al abandonar el ascensor se da media vuelta y se lleva la punta de los dedos de la mano izquierda a la frente. Un saludo militar, piensa ella, y le sonríe. Mientras las puertas del ascensor se cierran el vendedor de calcetines también alcanza a sonreírle.

En la redacción, fumando sentada en una silla junto a la ventana, sólo hay una mujer. Ella primero va a su mesa, enciende su computadora, y luego se acerca a la ventana; entonces la mujer que fuma se da cuenta de su presencia y la mira. Ella se sienta en el borde de la ventana y contempla las calles con un vértigo inusual. Durante unos segundos ambas permanecen en silencio. La mujer que fuma le pregunta qué le pasa. Nada, dice ella, he vuelto para terminar el artículo de Calama. La mujer que fuma vuelve a mirar por la ventana el río de automóviles que salen del centro. Luego entorna los ojos y se ríe. Leí algo de eso, dice. Pura mierda, dice ella. Tenía su gracia, dice la mujer que fuma. No te entiendo, dice ella. En realidad no tenía nada de gracia, dice la mujer que fuma tras reflexionar un momento, y vuelve a mirar el tráfico desde la ventana. Ella entonces se levanta y se dirige hacia su mesa. Tiene trabajos pendientes y va retrasada. De un cajón saca un walkman y se pone los auriculares. Empieza a trabajar. Al cabo de un rato, sin embargo, se saca los auriculares y se da media vuelta. Hay una cosa rara en todo esto, dice. La mujer que fuma la mira y le pregunta de qué habla. De la mujer de Calama, dice ella. En ese momento el silencio en la redacción es total. O eso le parece. Ni siquiera oye el zumbido del ascensor.

Tenía veintisiete años, dice, y le dieron veintisiete puñaladas. Demasiada coincidencia. ¿Por qué?, dice la mujer que fuma, esas cosas pasan. Son muchas puñaladas, dice ella, pero lo dice sin convicción. Yo he visto cosas más raras, dice la mujer que fuma. Tras un silencio, añade: puede que sólo se trate de una errata. Puede ser, piensa ella. ¿Te preocupa algo?, dice la mujer que fuma. Me preocupa la víctima, dice ella. Podría ser cualquiera de nosotras. La mujer que fuma la mira con una ceja arqueada. Podría ser yo, dice ella. Nada que ver, dice la mujer que fuma. Yo también me acuesto con dos hombres, dice ella. La mujer que fuma le sonríe y repite: nada que ver. De alguna manera todo el mundo está en contra. ¿En contra de quién? En contra de la víctima, claro. La mujer que fuma se encoge de hombros. Los reporteros que cubren esta clase de noticias no se diferencian en nada de los asesinos. No todos, dice la mujer que fuma, hay algunos muy buenos. La mayoría son unos borrachos de mierda, murmura ella. No todos, dice la mujer que fuma. Veintisiete años y veintisiete puñaladas, a mí eso no me convence. En cualquier caso, es posible que confundieran la edad de la víctima con el número de puñaladas. Tenía un hijo de nueve años, dice acariciando los auriculares que sostiene con la mano izquierda. La mujer que fuma apaga el cigarrillo en el cenicero que está junto a la ventana y se levanta. Vámonos, dice. No, me voy a quedar un rato más, dice ella, y vuelve a ponerse los auriculares.

Escucha música de Delalande. Le duele la espalda pero por lo demás se siente bien, con ganas de trabajar. Con el rabillo del ojo observa a la mujer que fuma, que está inclinada sobre su mesa, metiendo algo en la cartera. Al cabo de un rato siente la mano de su compañera, que se apoya suavemente sobre su hombro y que de esa manera le dice adiós. Sigue trabajando. Al cabo de media hora se levanta y se dirige al archivo de la redacción (un archivo que ya casi nadie utiliza) y entonces lo ve.

Está de pie, sin atreverse a trasponer el umbral, pero con la puerta abierta, y la mira con una media sonrisa. Ella ahoga un grito y le pregunta qué quiere. Soy yo, dice él, el vendedor de calcetines. A sus pies está la maleta. Ya lo sé, dice ella, no quiero comprar nada. Sólo quería curiosear un poco, dice él. Ella lo estudia durante unos segundos: ya no está asustada sino rabiosa y la presencia del joven vendedor le parece una señal de algo importante pero que apenas consigue atisbar. Sólo sabe que es importante (o relativamente importante) y que ya no tiene miedo. ¿Nunca ha estado en una redacción?, dice ella. La verdad es que no, dice él. Pase, dice ella. Él duda o hace como que duda y luego coge la maleta y entra. ¿Usted es periodista? Ella asiente con la cabeza. ¿Y qué está escribiendo? Ella le dice que un artículo sobre un asesinato. El vendedor vuelve a dejar la maleta en el suelo y su mirada se desplaza de mesa en mesa. ¿Puedo decirle una cosa? Ella lo mira y no piensa en nada. En el ascensor, dice, me pareció que usted estaba sufriendo por algo. ¿Yo?, dice ella. Sí, me pareció que sufría, aunque por supuesto no sé por qué motivo. Toda la gente sufre, dice ella un tanto incongruentemente. Ninguno de los dos se ha sentado. Él está de pie, con la puerta a sus espaldas. Ella está de pie y ha retrocedido hasta casi llegar a la ventana. Ahora los dos permanecen inmóviles, erguidos, expectantes. Sus palabras, sin embargo, están recubiertas por un falso tono de familiaridad.

¿Sobre qué asesinato está trabajando?, dice él. El asesinato de una mujer, dice ella. Él sonríe. Tiene una bonita sonrisa, piensa ella, aunque cuando sonríe parece mayor y en realidad no debe de tener más de veinticinco años. Siempre matan a las mujeres, dice él, y hace un gesto con la mano derecha que resulta ininteligible. Como si de golpe saliera de un sueño, ella se da cuenta de que está sola en la redacción con un desconocido, a una hora, además, en que el edificio está casi vacío. Un ligero temblor la recorre de arriba abajo. Él percibe el temblor y como si quisiera aplacarlo busca un sitio y se sienta. Sentado, parece aún más alto de lo que es. Cuénteme, dice. A ella la petición le resulta insoportable. Espere a que salga la revista. No, cuéntemelo ahora, tal vez yo le pueda sugerir algo, dice él. ¿Es usted un experto en asesinatos de mujeres?, dice ella. Él la mira sin contestar. Ella se da cuenta de que ha cometido un error y trata de enmendarlo, pero antes de que pueda decir nada él se le adelanta y dice que no es experto en asesinatos. ¿Y por qué se lo tengo que contar?, dice ella. Porque tal vez necesite hablar con alguien, dice él. Puede que tenga razón, dice ella. Él vuelve a sonreír. Era una mujer que se separó de su marido, dice ella. ¿La mató el marido? No. El marido no tiene nada que ver con el crimen. ¿Y por qué está tan segura?, dice él. Porque al asesino lo detuvieron el mismo día, dice ella. Ah, comprendo, dice él. Tenía veintisiete años, se separó de su marido, luego tuvo un amigo, vivió con ese amigo, un tipo más joven, de veinticuatro años, luego se separó de ese amigo y empezó a salir con otro. El amigo A y el amigo B, dice él. Se podría decir así, dice ella, y de súbito se siente tranquila, cansada y tranquila, como si una parte de una pelea imaginaria (cuyas reglas ella desconoce) ya hubiera concluido.

Supongo, dice el vendedor de calcetines, que se trataba de una mujer hermosa. Sí, era una bella mujer, dice ella, y además era muy joven. Bueno, no tanto, dice él. ¿Le parece a usted que a los veintisiete una mujer ya no es tan joven? Es joven, pero ya no es muy joven, dice él, seamos racionales. ¿Usted qué edad tiene? Veintinueve. Yo hubiera dicho que tenía veinticinco, dice ella. No, veintinueve. Él no le pregunta la edad. ¿Ella trabajaba o la mantenían sus pololos? Era secretaria. A esa mujer nunca la mantuvo nadie. Y tenía un hijo de nueve años. ¿Y quién la mató, el amigo A o el amigo B?, pregunta él. ¿Usted quién diría? El amigo A, claro. Ella asiente con la cabeza. Y la mató por celos. Sí, dice ella. ¿Pero usted cree que fue sólo por celos? No, dice ella. Ah, ya ve, usted y yo pensamos lo mismo, dice él. Ella prefiere entonces no contestar y se aleja de la ventana. Debería prender una luz, dice él. No, déjelo así, dice ella mientras aparta una silla y se sienta. Al cabo de un rato, él dice: y usted estaba triste por esta historia, una historia que, según tengo entendido, ocurrió hace unos meses. Ella lo mira y no dice nada. ¿Tal vez se sintió identificada con la víctima? ¿Está usted casada? No, dice ella, pero pensé bastante en la víctima.

¿Está usted casada? No. Yo tampoco, dice él, pero he vivido con alguna mujer. ¿Usted piensa que a los hombres no nos gusta que las mujeres hagan el amor? Ella desvía la mirada: al otro lado de la ventana la noche envuelve los edificios. La sensación que siente es de claustrofobia. La mataron porque le gustaba hacerlo, dice ella sin mirarlo. Oye cómo él dice: ah, un ah entre irónico y agónico. Se levantaba temprano, cada mañana a las seis y cuarto. Trabajaba en una empresa minera de Calama, era secretaria, y en la prensa se dijo que su vida amorosa había sido una fuente constante de conflictos. Una fuente constante, repite él, qué poético. Los hombres se enamoraban de ella, aunque no era precisamente una belleza, dice ella. La belleza es algo relativo, dice él. Todos tenemos una belleza al alcance de la mano. ¿Usted cree?, pregunta ella, y lo vuelve a mirar fijamente. Todos, dice el vendedor de calcetines, los feos, los que no son tan feos, los medianos y la gente bella. La belleza en la que ponen el ojo los feos, por supuesto, dice ella, es fea aunque no tan fea. Veo que me capta, dice él. Lo capto, sí, dice ella irónicamente, pero no estoy de acuerdo, la belleza es la misma para todos, como la justicia. ¿La justicia es la misma para todos?, no me haga reír, dice él. En teoría, al menos. Es que en teoría las cosas son distintas, suspira él, pero no discutamos, cuénteme más de su secretaria asesinada, ¿vio el cadáver? ¿El cadáver? No, no lo vi, yo no cubrí la noticia, sólo he escrito un artículo sobre el crimen. O sea que no fue a la morgue de Calama, ni vio a la víctima, ni habló con el asesino. Ella lo mira y sonríe enigmáticamente. Con el asesino sí que hablé, dice.

Eso, al menos, es algo, dice él. ¿Y? Nada, dice ella, hablamos, me dijo que estaba arrepentido y que amaba a la víctima con locura. Una declaración muy apropiada, dice él. Se conocieron en la terminal aérea de Calama, él era guardia de seguridad y ella trabajó un tiempo allí, de recepcionista. Antes de conseguir el trabajo en la mina, dice él. En una empresa minera, dice ella. Es lo mismo, dice él. Bueno, no exactamente. ¿Y cómo la mató?, dice él. Con un cuchillo, dice ella. Le dio veintisiete puñaladas. ¿No le parece raro? Durante unos segundos él baja la vista y se mira la punta de los zapatos. Luego vuelve a mirarla y dice: ¿qué es lo que me tiene que parecer raro, que ella tuviera veintisiete años y que recibiera veintisiete puñaladas? Ella siente entonces un intenso acceso de rabia y dice: a mí me pasa más o menos lo mismo que a ella, supongo que algún día a mí también me van a matar. Por un momento le gustaría decir: tú me vas a matar, pobre infeliz, pero en el último instante recapacita y no dice nada. Está temblando. Desde donde él está sentado, sin embargo, es imposible percibirlo. En resumen: ella muere a manos del anterior novio. Ella esa noche duerme con el amigo actual. El otro está enterado de la situación. Se lo ha dicho ella y le han llegado avisos. Se muere de celos. La presiona, la amenaza. Pero ella no le hace caso, está dispuesta a seguir su vida. Conoce a otro hombre. Se acuestan juntos. Ahí está la clave del crimen, ella no renuncia a nada y firma su sentencia de muerte. Sí, dice el vendedor de calcetines, ahora lo veo claro. No, usted no ve claro nada.

Roberto Bolaño.
(El Secreto del Mal - 2007)

sábado, septiembre 08, 2007

Día Gris


El día no es perfecto, tú no eres perfecta. Las marcas que dejó la viruela en tus sienes y mejillas, hacen que no seas la más linda de la cuadra. Tampoco eres la más inteligente. Tus risas exageradas, a veces, hacen que sienta vergüenza de ti. Tus ojos son preciosos, pero los de aquella niña lo son más, incluso diría que el doble. En realidad no me gustas. Es por eso que no contesto tus mensajes. Sin embargo, estoy aquí contigo, esperando que este día gris termine de una vez por todas.

Carta a una señorita en París


Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.

Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.

Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.

Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos).

Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.

Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.

Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.

Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.

De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso).

Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.

Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.

Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.

No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.

Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.

Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).

A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.

Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.

Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.

Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.

He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

Julio Cortázar.
(Bestiario - 1951).

martes, agosto 21, 2007

Anonimato

A veces cuando la seguía, me sentía como un sicópata. Luego pensaba que aquello era normal.

Llevaba unas cuantas copas encima, y estaba decidido a hablarle. No sabía si lo lograría, pero la ocasión era ideal, ya que el alcohol me envalentonaba.

Sin pensarlo más, avancé unos metros y lancé mi mejor escupo. Al ver aquel brebaje espeso, cayendo por su rostro, sentí asco y repulsión.

Ella nunca supo quién cometió tan salvaje acto. Y hoy cuando la veo, sólo siento nostalgia por los días que pasamos juntos.